#PornEducationParaElFinde
Un nuevo artículo para leer y reflexionar el fin de semana.
No es infrecuente leer en las redes sociales y en diferentes medios de comunicación, comentarios críticos respecto de la generación de jóvenes actuales, glosas en las que se hace referencia a un colectivo de chicos y chicas apijotados, aborregados, empantallados o términos similares, subrayando la característica de “dependientes digitales”, inclusive abducidos por el móvil, accesorio mágico y ya imprescindible en la vida cotidiana, que les permite el ansiado acceso a Internet.
Empero, no es nueva tal actitud. Usualmente cada generación de adultos echa en cara a la quinta de jóvenes que le siguen, variopintas consideraciones sobre su comportamiento “errático” y una sarta de “defectos” que cambian según la época, pero que podrían aglutinarse con vocablos comunes a todas ellas, relacionados con la inmadurez, irresponsabilidad, dejadez, holgazanería…
Creo que este fenómeno ha sido una constante desde tiempos inmemoriales y se repite cíclicamente.
Sin embargo, las características particulares y novedosas de las sociedades actuales, más en concreto el acceso a Internet y los riesgos asociados a esa actividad, hacen que estas consideraciones críticas sean tenidas en cuenta con mayor atención. De hecho, por ejemplo, hablo desde hace tiempo de una “generación de niñas y niños pornográficos”[2] (con el hashtag #niñosyniñaspornograficos), refiriéndonos a las consecuencias que parecen derivarse del consumo gratuito y generalizado de películas sexuales con contenidos violentos, circunstancia única y exclusiva de esta generación.
Las conductas adictivas asociadas al consumo de porno violento, las compras compulsivas, las apuestas on line, los retos virales de TikTok e Instagram o los vídeojuegos, son solo algunos de los riesgos más conocidos, trances que parecen haberse incrementado durante la pandemia de la covid-19. ¿Y qué decir de plataformas como Onlyfans cuyo crecimiento exponencial asombra a propios y extraños?
En este sentido, una experta como Abigail Huertas, del Hospital Gregorio Marañón de Madrid (entrevistada el día 29 de octubre de 2020 en DIARIO DE NAVARRA) advertía que “La pandemia ha provocado adicción a las pantallas”, un efecto colateral más de un síndrome característico: niños de peor humor y con mal comportamiento. Adolescentes a los que les cuesta dormir y que están completamente adictos a las pantallas. Son algunos de los efectos colaterales de la pandemia del coronavirus, en la salud mental de los menores y jóvenes.

Me propongo, por tanto, compartir algunas reflexiones que a mí me resultan de interés en población juvenil, que bien podríamos hacerlo extensible a los adultos igualmente.
¿Nuevas patologías o conductas aisladas sin importancia?
En consecuencia, esta idea de “dependencia digital” o “uso abusivo” de Internet es suscrita por diferentes pensadores/as. La observamos también en tertulias de amigos/as, así como en mis actividades educativas con familias y profesorado (tengo cinco docentes en mi familia con los que converso frecuentemente a este respecto) lo que me lleva a valorar tal conjetura con interés a la vez que con preocupación. Los conceptos de adicción y de desconexión digital, están cada vez más presentes en determinados entornos sociales en los que suele plantearse un vivo debate.
Mientras escribía estas líneas, leía un documento publicado por la Oxford University Press[3] en el que se describía un nuevo trastorno mental grave inducido por las RR SS con el acrónimo MSMI (Mass Social Media-Induced Illness). Este trastorno, según el artículo, se considera “una expresión de una reacción de estrés ligada a la cultura de nuestra sociedad posmoderna que enfatiza la singularidad de los individuos y valora su supuesta excepcionalidad, promoviendo así comportamientos de búsqueda de atención y agravando la permanente crisis de identidad del hombre moderno”.
Los autores del mismo llaman la atención sobre este brote global de MSMI “tipo Tourette” (un síndrome que se caracteriza entre otros aspectos por muy diferentes tics) ya que “un gran número de jóvenes en diferentes países se ven afectados, con un impacto considerable en los sistemas de atención médica y la sociedad en su conjunto, en la medida en que la difusión a través de las redes sociales ya no se limita a lugares específicos, como comunidades locales o entornos escolares”.
En este punto, me parece pertinente traer a colación la carta del periodista y académico uruguayo Leonardo Haberkor, que renunció a seguir dando clases en la carrera de Comunicación en la Universidad ORT de Montevideo y que tuvo un gran impacto en RR SS. He de reconocer que incentivó mi deseo de reflexionar sobre el particular y dedicarle un artículo. El texto del profesor se adjunta al final de la segunda parte de este escrito[4].
En esa misiva, el profesor señalaba que “Después de muchos, muchos años, hoy di clase en la universidad por última vez. Me cansé de pelear contra los celulares, contra WhatsApp y Facebook. Me ganaron. Me rindo. Tiro la toalla. Me cansé de estar hablando de asuntos que a mí me apasionan ante muchachos que no pueden despegar la vista de un teléfono que no cesa de recibir selfies”.
En mis cursos y actividades de formación hablo con familias y profesionales, con muchos profesores y profesoras y en buena parte de los casos me manifiestan una gran preocupación por actitudes y conductas similares, en varios ámbitos de la sociedad actual y en los niveles de enseñanza, que tienen que ver con la etapa de la pubertad y de la adolescencia.
Por ejemplo, algunos docentes universitarios me transmiten su preocupación por cuestiones tan elementales como las faltas de ortografía o dan cuenta de un creciente pasotismo.
Profesores de primaria que nos dicen que encuentran cada vez más, niños afectados, incapaces de quedarse quietos en su sitio, de concentrarse, de controlar sus emociones, de retener una lección de diez líneas o de dominar las bases más elementales del lenguaje.
Por otra parte, algunos estudios sugieren que un mal uso de las pantallas pueden dañar el cerebro, perjudicar el sueño, interferir en la adquisición del lenguaje y debilitar el rendimiento académico, entre otras efectos.
Así mismo no hemos de olvidar que la OMS recientemente consideraba la adicción a los vídeo juegos como un trastorno mental.

Creo que hacen falta más investigaciones que corroboren este problema y su prevalencia, que sirvan de base para implementar medidas de prevención y esto habría de hacerse con la mayor diligencia, aunque probablemente estemos lejos de considerarlo como un problema de salud relevante.
¿Avances tecnológicos versus retrocesos humanistas?
Gerd Leonhard [5], uno de los pensadores europeos reconocidos en la actualidad, nos propone un interesante análisis sobre los avances tecnológicos y su impacto en las conductas humanas y en la sociedad del futuro. Sus reflexiones sobre la coexistencia de este progreso con los valores humanistas nos resultan particularmente sugerentes.
Tomando como punto de partida las oportunidades que ofrecen los avances tecnológicos -exponenciales, sorprendentes y rápidos- nos alerta de las nuevas y enormes responsabilidades que tiene la especie humana sobre su futuro, planteando un atractivo debate acerca del papel que debieran tener estas tecnologías y al servicio de quien o quienes deben estar. Una de sus propuestas, es que la ética de la tecnología digital debe estar en el centro de todos estos avances y progresos y que el bienestar de los seres humanos debería ser el protagonista nuclear de todo ello.
Porque lo cierto es que, pequeños, jóvenes y adultos nos hemos entregado totalmente al smartphone (extensible a cualquier otro dispositivo de acceso a Internet, conocidos como TIC o TRIC (Tecnologías de Relación, Información y Comunicación)[6] abandonados en los brazos del amor del progreso tecnológico, como dos enamorados en una luna de miel permanente, cuyas consecuencias no calibramos del todo. Hay diferentes autores que advierten de que lo que puede estar en juego es la pérdida de libertad y un aumento del control de las personas.
Las grandes compañías tecnológicas están invirtiendo en plataformas de entretenimiento, de información diseñada por complejos algoritmos, que pueden configurar un futuro en el que, una de las posibilidades, sea la conducta de un rebaño de borregos hacia no se sabe muy bien dónde. O tal vez sí: ¿hacia la anestesia en el pensamiento crítico? Claro que ese hecho viene acompañado de una dependencia patológica tanto de las nuevas tecnologías, como de sus contenidos.
No hay duda de que su propósito principal es que naveguemos por la red, el mayor tiempo posible, es decir hacernos adictos a sus plataformas y aplicaciones. Que consumamos sus contenidos a cambio de nuestro tiempo. Que prestemos nuestra atención, dando además a modo de trueque nuestros datos personales, cuyo destino final y su instrumentalización es imposible de conocer, aunque el escándalo de Facebook y Cambridge Analytica [7], hace algún tiempo ya nos dio una pista del oscuro negocio de los big data.
Este hecho, a mi entender, es lo suficientemente importante como para plantear un amplio y profundo debate sobre las consecuencias de abandonarse en manos de la tecnología, ya que el riesgo de acabar abducidos por ella sería un verdadero drama para los seres humanos. La tecnología es fría, no tiene valores, no da afecto ni cuida a las personas. Una máquina nunca podrá ser humana.
Me pareció interesante lo que dijo Jack Ma -nada menos que el cofundador de la empresa Alibaba- en una entrevista que le hicieron en el World Economic Forum de 2017. Él era partidario de cambiar el sistema educativo actual, y proponía un modelo no basado únicamente en conocimientos técnicos para competir con los ordenadores que siempre nos ganan, que son superiores en muchas cosas y que son más inteligentes. Sugería que a los/as niños/as hay que enseñarles valores como crear, pensamiento independiente, trabajo en equipo, cuidar de los demás… y también enseñarles deporte, música, pintura y arte.
Dicen que en los colegios donde van los hijos de los investigadores, CEOs y creadores de los dispositivos y aplicaciones más actuales y conocidos a escala planetaria, tienen prohibido usar el movil. Si fuera cierto, seguro que tiene explicación y parece fácil anticipar la respuesta: Ellos saben mejor que nadie las consecuencias negativas en los más pequeños de este monstruo que han creado y que les da pingues beneficios.
Hace unos meses algunos medios informaban de que China prohibía que los menores dedicaran más de tres horas semanales a los juegos por internet, debido a la creciente preocupación de las autoridades por la adicción a esta actividad, que habían llegado a calificar de “opio espiritual” y en razón de que los “efectos nocivos que están causando entre aquellos que serán la fuerza motriz de la sociedad en un futuro”.
Probablemente estas sociedades como la citada, que han crecido de manera impresionante en unas décadas al albur de la tecnología, ya están sobre aviso en torno a los efectos de esos avances y tratan de poner remedio. No sabemos si tal cosa a estas alturas es posible y si se puede revertir.
Con todo, estos artefactos tecnológicos, en particular el smartphone nos ha seducido. Nos han atrapado a todos, grandes y pequeños, han transformado nuestro tiempo libre y nuestras relaciones. Nos han cautivado, casi enamorado, ya que pasamos más tiempo con ellos que con cualquier otra actividad o persona. Tal es así que los investimos de un poder extraordinario: son como fetiches que nos van a procurar satisfacciones frente a nuestra insulsa y aburrida vida. El móvil puede ofrecer aquello que anhelamos y de lo que carecemos. Y como tal cosa no ocurre, tendemos a caer en un estado de frustración y abatimiento.
En el próximo artículo (clica si quieres leerlo)seguiremos nuestra reflexión sobre este asunto de singular interés en el momento presente.